Quien tiene la capacidad de influir o proyectar poder a escala mundial es considerado como una potencia. En términos económicos, el poder es medido en relación al Producto Interno Bruto (PIB) de cada país. EEUU, Japón, Alemania, Reino Unido y Francia al superar su PIB en más de un billón de dólares son considerados potencias mundiales.
En la actualidad, de las 100 más grandes economías del mundo, sólo 49 son países y 51 son corporaciones, y es que hoy las trasnacionales controlan el 70% del comercio mundial, por ejemplo: el ingreso anual de la petrolera Shell casi duplica al PBI de Venezuela, uno de los países con más petróleo del mundo. La más grande automotriz mundial, General Motors de Estados Unidos, supera el dato anterior; ya que su ingreso alcanza a la sumatoria de las economías de: Irlanda, Nueva Zelanda y Hungría. Y si Wal-Mart fuera un país independiente, sería el octavo socio comercial de China.
Esta es la dinámica de las grandes corporaciones, quienes tienden a crear un modelo económico de “empresas = nación “; donde la capacidad industrial, importancia comercial y el dominio sobre los mercados financieros permite desarrollar políticas laborales propias, valores, cultura, identidad, formas de pensar y vivir, en todo el mundo.
Naomi Klein en su libro “No logo. El poder de las marcas” revela cómo las grandes corporaciones han logrado introducirse en nuestras vidas, el poder mediático que ejercen sobre la sociedad y la influencia que generan al basar su negocio en la imagen de marca, tendencia; que se resume en vender modos de vida. Acciones tan simples del cotidiano vivir están influenciadas por el mundo de las marcas, así como: caminar con unas zapatillas “Nike” , comunicarse con un celular “Motorola”, trabajar en una notebook “Hewlett-Packard”, conducir un “BMW” , escuchar música en un “ Ipod “o simplemente compartir un momento familiar tomando una “ Coca-Cola”. Cada día, miles de mensajes incitan a comprar artículos innecesarios.
Inmersos en un sistema consumista que se alimenta de la influencia de la publicidad, ideas tan falsas como que la felicidad, el éxito, prestigio, etc., depende de la adquisición de productos, van creando en las personas una dependencia con los bienes materiales, derrochando recursos, perdiendo el control y la esencia de lo que realmente necesitan.
De acuerdo con información de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), las 10 mayores trasnacionales que operan en América Latina generan ventas anuales por 115 mil 805 millones de dólares que equivalen al 18% del Producto Interno Bruto (PIB) de México.
Como consecuencia de este nuevo modelo, la brecha entre ricos y pobres tiende a ensancharse cada vez más. Si bien la pobreza y la desigualdad son conceptos distintos ambos indicadores no deben ir desasociados. En Latinoamérica el 10% de los más ricos de la población se quedan con el 48% del ingreso y el 10% más pobre obtiene apenas el 1,6%, es decir 30 veces menos. Si datos como estos sorprenden, estoy segura que el siguiente producirá mayor asombro, ya que por la desigualada en la distribución de riquezas o ingresos, Bolivia es el país más desigual del continente americano. Según investigaciones de la Comisión Episcopal de Pastoral Social Caritas de Bolivia: “en el reparto de 100 bolivianos de ingreso entre 100 ciudadanos bolivianos, los 10 más ricos reciben hasta 46 bolivianos, mientras que los 10 más pobres obtienen apenas 17 centavos, es decir 270 veces menos.”
Hoy por hoy aun no se comprende del todo la complejidad e importancia del problema, cifras como estas evidencian la necesidad de generar en el momento ahora, ya! políticas de “economía social”, que permitan cambiar la realidad actual por un escenario mucho más equitativo, justo, equilibrado y controlado; desarrollando un modelo de capitalismo incluyente que contribuya a reducir la pobreza; situación en la que se deben estar involucrados tanto goviernos como organizaciones.
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